“Lo que me mantiene en este momento vivo, inexplicable para casi toda la comunidad médica es el proyecto vital. Esto, de los trasplantes al implante cerebral, del implante cerebral a las neurociencias, a la matemática, a seguir, a rodearme de gente muy joven con muchas expectativas en un país que realmente también plantea, siempre digo, el país en este momento está en un parto, en un parto complejo, difícil, duro. Creo que mi vida básicamente refleja eso”, dijo el científico, enfermo, a mediados de marzo en la Televisión Pública.
Dijeron los obituarios un mes después: verdadero pionero y maestro, marcaba rumbos en medicina e investigación, brillante, incansable, apasionado por su trabajo. Formado como cirujano en el Servicio de Cirugía General del Hospital Italiano de Buenos Aires, en 1994 realizó el primer trasplante de duodenopáncreas del país y más tarde de islote y de intestino. Investigador del CONICET y director del Instituto de Ciencias Básicas y Medicina Experimental del Hospital Italiano. Pasó por las universidades de Iowa, Chicago, Pittsburgh, el Inserm francés, Cambridge. Tuvo su año sabático en Oxford. Desarrolló técnicas de regeneración a partir de células madre y modelos cerebrales.
Su hermano, orgulloso de saberlo “parte de la historia de la medicina”, lo despidió en las redes sociales mentando “el calvario que atravesamos alguna vez, cuando apenas éramos niños y adolescentes”. Como doctor Jekyll y mister Hyde, detrás de los pergaminos científicos se esconde un pasado criminal. Sobre aquellos años setenta, dan cuenta los testimonios de sobrevivientes y las investigaciones judiciales que, cuarenta años después, persiguen a sicarios de la Triple A como el dr. Pablo Francisco Argibay.
Cayeron sus pares Raúl Roberto Aceituno, Héctor Oscar Chisu, Héctor Ángel Forcelli, Juan Carlos Curzio y Osvaldo Omar Pallero. El 3 de abril se cumplieron cuatro décadas del asesinato de una de sus víctimas y los fiscales Miguel Palazzani y José Nebbia anunciaron el inicio de la acción penal contra la patota por 22 crímenes de lesa humanidad. Argibay esquivó su detención por impunidad biológica quince días después. En la misma causa será indagado el presidente de la Cámara Federal de Bahía Blanca, Néstor Luis Montezanti.
David Cilleruelo tenía 23 años el 3 de abril de 1975 cuando volanteaba en el edificio de Alem 1253 de la UNS para convocar a una asamblea estudiantil. Lxs delegadxs de los centros de estudiantes debían ratificar al día siguiente a las autoridades de la Federación Universitaria del Sur. El propio militante de La Fede y Jorge Riganti, de la JUP, habían sido electos para los máximos cargos.
Eran ya las 9:30 de una mañana concurrida, centenares de alumnos y alumnas se inscribían en materias de varias carreras. Watu caminaba por el ala de Ingeniería cuando tres tipos lo interceptaron y le pidieron documentos. “Uno de ellos trató de agarrarlo, trató de volverse hacia nosotros, se escuchó un disparo”, recordó su compañero Alberto Rodríguez. “Pobrecito, se golpeó la cabeza”, dijo el asesino con el revolver en la mano.
El autor del disparo fue Jorge “Moncho” Argibay, lo secundaban su hijo Pablo y Raúl Roberto Aceituno. Los tres sicarios salieron del edificio, uno de ellos guardó un bolsito en la parte trasera del Falcon verde claro, y escaparon cubiertos por la patente de bronce del Rectorado.
Días después lxs estudiantes convocaron una nueva asamblea en el Hotel del Sur, esta vez para repudiar al autor intelectual de la muerte de Cilleruelo, el interventor Remus Tetu. “Yo ya trabajaba, entonces llegué media hora más tarde y al querer ingresar al hotel, vi que estaban ingresando Chisu, el hijo de Argibay y Argibay padre. Ellos entraban con armas (…) tomaron el hotel, la parte de arriba, donde se iba a realizar la reunión, y a los veinte minutos llega la Federal. En definitiva, quedaron detenidos los estudiantes que no portaban armas pero sí un listado de adhesiones”, dijo Rodríguez, quien en aquel momento “pegó la vuelta” para dar aviso.
Sin embargo, aquellos dos episodios no fueron las primeras acciones en las que intervenía el futuro científico. Ya en 1974 había usado su arma estatal para conservar la UTN en manos afines a la CGT y la Juventud Sindical Peronista referenciadas con Rodolfo “Fito” Ponce. Fue ante el reemplazo del rector Emilio Garófoli, cuando el diputado nacional ordenó a sus hombres tomar el edificio. Alrededor de 300 estudiantes se enteraron de la noticia mientras discutían en asamblea y decidieron marchar hacia la sede universitaria. Allí se encontraron con un grupo armado de trabajadores de la Junta Nacional de Granos entre los que se codeaban Pablo Argibay y Néstor Luis Montezanti.
“Una vez más los mercenarios al servicio de la antipatria e ideologías extranjerizantes, pretenden en nuestra ciudad provocar el pánico y el terror produciendo hechos aberrantes contra humildes defensores del orden público”, declaró el diputado nacional Rodolfo Ponce tras la muerte del subcomisario, agente de la DIPBA y jefe de seguridad de La Nueva Provincia, José Héctor Ramos. El interventor de la UNS, Remus Tetu, pidió a “Dios que este vil asesinato pueda servir para retemplar el espíritu de superiores y camaradas” del policía “en la lucha sin descanso contra los apátridas”.
Los jefes operativos de la Triple A bahiense transmitieron su furia a sus subordinados, entre ellos Pablo Francisco Argibay, quienes salieron a las calles a vengar al subcomisario. La madrugada del 21 de marzo de 1975 tres personas irrumpieron por la ventana de la residencia de los padres salesianos del Instituto Juan XXIII. El rector Benito Santecchia escuchó una fuerte explosión, percibió humo, y segundos después se encontró con el cuerpo fusilado de su segundo, Carlos Dorñak. El cura había sido marcado por los servicios como “complaciente” con el movimiento de Sacerdotes del Tercer Mundo.
Esa misma noche, la patota secuestró en Thompson 211 al estudiante correntino Fernando Alduvino cuyo cadáver aparecería tres días después en la Ruta Nacional 35. María Isabel Mendivil de Ponte, embarazada de ocho semanas, había dormido a su hija de diez años cuando fue capturada en su departamento de Mitre 155. Horas después fue encontrada acribillada a la altura del Boliche Landa de la RN 35.
Completaron el raid represivo de la patota la explosión de una bomba en la casa de Jorge Riganti, vicepresidente de la Federación Universitaria del Sur cuyo titular, David Cilleruelo, sería asesinado trece días después por el Moncho Argibay.
Su hijo Pablo fue reconocido cuando intentó secuestrar a Carlos Entraigas en Zapiola al 900. “Yo no soy el Negro Entraigas”, gritaba su compañero Julio Cesar Scavo, capturado por error por el propio Argibay. El testigo aseguró que Scavo conocía al hijo de Argibay porque solía verlo en el juzgado federal en el cual trabajaba.
Meses después la Dirección de Inteligencia de la Policía de la Provincia de Buenos Aires informó que Pablo Argibay y Eduardo Dodero fueron detenidos por personal del Destacamento de Infantería Motorizada 5 en un control de rutas por la posesión de un arma Colt 11,25 con cargadores, ocho cartuchos y dos intercomunicadores portátiles de la UNS.
El comerciante Argimiro Eduardo Dodero, trabajador en la Junta Nacional de Granos desde 1964 hasta 24 de marzo de 1976 y secretario gremial de la Federación Argentina de Asociaciones de la JNG fue secuestrado el día después del golpe de Estado por personal de Prefectura Naval en la casa de su madre en Ing. White. Luego de varias horas en la sede de esa fuerza fue trasladado con otros detenidos al buque ARA 9 de Julio.
En septiembre de 2014 declaró como “testigo víctima” en el juicio Armada Argentina – Base Naval Puerto Belgrano y fue interrogado por el juez Jorge Ferro sobre aquella detención anterior. Dodero manifestó que fue en 1975 cuando se dirigía a Buenos Aires y levantó a “un muchacho” que estaba en el gremio y pidió que lo lleve. “Lo llevé pero estaban haciendo un operativo y le encontraron un revólver. Fui preso con él hasta que se definió la situación, dijo que la había encontrado él”. A pedido del tribunal hizo memoria respecto del nombre de su acompañante. Dijo que al joven no lo conocía pero que su padre, de apellido Argibay, solía estar en el sindicato.
Llamativamente, la detención de aquel “muchacho” armado motivó la intervención de la CGT, las 62 Organizaciones y el Ejército, quienes dijeron que Pablo Argibay “siempre había colaborado con organismos de seguridad en la lucha contra la subversión” y justificaron la tenencia y portación del arma argumentando que estaba identificado por “los elementos de izquierda como un enemigo empeñado en la lucha contra la guerrilla”.
La Fiscalía desempolvó viejos expedientes de la justicia marplatense que aportan más datos de las aventuras parapoliciales de los Argibay. Por ejemplo aquel originado en un tiroteo en el Puerto de Quequén que incluye las propias declaraciones de los represores muertos.
Pablo Argibay cuenta que trabajaba como personal contratado en el servicio de seguridad de la Universidad Nacional del Sur al cual había ingresado junto a su padre Jorge, jefe de seguridad de la institución. Allí cumplían su misión “armados con armas cortas que les provee la universidad” y por eso “tiene dos años de instrucción militar en la Escuela Naval, conoce de armas y el manejo de las mismas”.
Argibay padre confiesa aún más claramente la articulación represiva entre la UNS, su patota y el Ejército. Autodenominado “asesor político” del sindicato de la Junta Nacional de Granos -a cargo del “resguardo de la línea política del gremio respecto de intereses o ideologías extrañas o ajenas al ser nacional”- confirma que el mayor Luis Alberto González, segundo jefe del Destacamento de Inteligencia 181, entregó las armas a la universidad y ésta hizo firmar el recibo de una decena de Itacas al propio Argibay.
“Estaba amenazado de muerte por Argibay”, sostiene el tiroteado Fabio Dufau y agrega que el Moncho, retorciéndole una oreja, le dijo: “Ya me comí a 37, cualquier noche de estas, voy a arrancar la puerta de tu departamento, te voy a llevar a tu mujer y con un cordón umbilical, te voy a atar a tus hijos y los voy a tirar al agua”. Acto seguido disparó desde un bolsito una ráfaga de su metralleta.